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JOSEFINA VICENS
2024-06-20
JOSEFINA VICENS
Fragmento inicial de El libro vacío (1958)
A quien vive en silencio, dedico estas páginas, silenciosamente. No he querido hacerlo. Me he resistido durante veinte años. Veinte años de oír: “tienes que hacerlo..., tienes que hacerlo ”. De oírlo de mí mismo. Pero no de ese yo que lo entiende y lo padece y lo rechaza. No; del otro, del subterráneo, de ese que fermenta en mí con un extraño hervor. Lo digo sinceramente. Créanme. Es verdad. Además, lo explicaré con sencillez. Es la única forma de hacérmelo perdonar. Pero antes, que se entienda bien esto: uso la palabra perdonar en el mismo sentido que la usaría un fruto cuando inevitablemente, a pesar de sí mismo, se pudriera. Él sabría que era una transformación inexorable. De todos modos, creo yo, se avergonzaría un poco de su estado; de haber llegado, cierto que sin impurezas originales, a una especie de impureza final. Es algo semejante, muy semejante. Al decir “hacérmelo perdonar ” , me refiero al resultado, pero no al tránsito, no al recorrido. Hay algo independiente y poderoso que actúadentro de mí, vigilado por mí, contenido por mí, pero nunca vencido. Es como ser dos. Dos que dan vueltas constantemente, persiguiéndose. Pero, a veces me he preguntado: ¿quién a quién? Llega a perderse todo sentido. Lo único que preocupa es que no se alcancen. Sin embargo debe haber ocurrido ya, porque aquí estoy, haciéndolo. ¡Ah, quisiera poder explicar lo patético de este enlace! No sé si es esta mitad de mí, ésta con la que creo contar todavía, ésta con la que hablo, la que, agotada, se ha sometido a la otra para que todo acabe de una vez, o si es la otra, ésa que rechazo y hostigo, ésa contra la que he luchado durante tanto tiempo, la que por fin se yergue victoriosa. No sé; de todos modos es una derrota. Pero tal vez una derrota buscada, hasta anhelada. ¿Cómo voy a saberlo ya? Sé que solamente bastaría un momento, éste, o éste, o éste... cualquier momento. Pero ya han pasado varios; ya han pasado los que gasté en decir que podrían serlos finales. Bastaría con no escribir una palabra más, ni una más... y yo habría vencido. Bueno, no yo, no yo totalmente; pero sí esa mitad de mí que siento a mi espalda, ahora mismo, vigilándome, en espera de que yo ponga la última palabra; viendo cómo voy alargando la explicación de la forma en que podría vencer, cuando sé perfectamente que el explicar esa forma es loque me derrota. No escribir. Nada más. No escribir. Ésa es la fórmula. Y levantarme ahora mismo, lavarme las manos y huir. ¿Por qué digo huir? Simplemente irme. Tengo que ser sencillo. Debo irme. Así no tengo que explicar nada. Debo poner un punto y levantarme. Nada más. Un punto común y corriente, que no parezca el último. Disfrazar el punto final. Sí, eso es. Aquí. Eso es, pero ¿para quién? Deseo aclarar esto. (Es sólo un pequeño, momentáneo retorno, después me iré.) Yo no quiero escribir. Pero quiero notar que no escribo y quiero que los demás lo noten también. Que sea un dejar de hacerlo, no un no hacerlo. Parece lo mismo, ya sé que parece lo mismo. ¡Es desesperante! Sin embargo, sé que no es igual. Por lo contrario, sé que es absolutamente distinto, terriblemente distinto. Porque el dejar de hacerlo quiere decir haber caído y, no obstante, haber salido de ello. Es la verdadera victoria. El no hacerlo es una victoria demasiado grande, sin lucha, sin heridas. ¡Ahí está otra vez! Es lo que pasa siempre. Después de escrita una cosa, o hasta cuando la estoy escribiendo, se empieza a transformar y me va dejando desnudo. Ahora pienso que lo importante, lo valioso sería precisamente no hacerlo. Esa lucha, esas heridas de que hablé antes tan... ampulosamente, no son más que el escenario y el decorado de la actitud. ¿Para qué voy a emprender una batalla que quiero ganar, si de antemano sé que no emprendiéndola es como la gano? Es mucho más fácil: sencillamente no escribir. Pero entonces resulta que queda en la sombra, oculta para siempre, la decisión de no hacerlo. Y esa intención es la que me interesa esclarecer. Necesito decirlo. Empezaré confesando que ya he escrito algo. Algo igual a esto, explicando lo mismo. Perdonen. Tengo dos cuadernos. Uno de ellos dice, en alguna parte: Hoy he comparado los dos cuadernos. Así no podré terminar nunca. Me obstino en escribir en éste lo que después, si considero que puede interesar, pasaré al número dos, ya cernido y definitivo. Pero la verdad es que el cuaderno número dos está vacío y éste casi lleno de cosas inservibles. Creí que era más fácil. Pensé, cuando decidí usar este sistema, que cada tres o cuatro noches podría pasar al cuaderno dos una parte seleccionada de lo que hubiera escrito en éste, que llamo el número uno y que es una especie de pozo tolerante, bondadoso, en el que voy dejando caer todo lo que pienso, sin aliño y sin orden. Pero la preocupación es sacarlo después, poco a poco, recuperarlo y colocarlo, ya limpio y aderezado, en el cuaderno dos, que será el libro. No; creo que no lo haré nunca. Me sorprende poder escribir: “ creo que no lo haré nunca ”. Pero esta noche estoy tranquilo, sereno, resignado mansamente al fracaso. También me sorprende poder escribir la palabra “ mansamente ” , aplicándola a mí mismo, porque la tenía reservada para mi madre. Pensaba: cuando yo la describa en alguna parte del libro, usaré varias veces el término “ mansamente ”. A costa de esa palabra tengo que revelarla. Para mí había preparado otras. Hoy no importa usar aquélla. Esta noche soy verídico. (No me gusta esta última palabra: es dura, parece de hierro, con un gancho en la punta. En el cuaderno dos la suprimiré.) Soy sincero. Esta noche soy sincero. Sé que no podré escribir. Sé que el libro, si lo termino, será uno más entre los millones de libros que nadie comenta y nadie recuerda. A veces repito mi nombre: José García. Lo veo escrito en cada una de las páginas. Oigo a las gentes decir: “ el libro de José García ”. Sí, lo confieso. Hago esto con frecuencia y me gusta hacerlo. Pero de pronto, violentamente, se rompe todo. ¡Qué absurdo, Dios mío, qué absurdo! Si el libro no tiene eso, inefable, milagroso, que hace que una palabra común, oída mil veces, sorprenda y golpee; si cada página puede pasarse sin que la mano tiemble un poco; si las palabras no pueden sostenerse por sí mismas, sin los andamios del argumento; si la emoción sencilla, encontrada sin buscarla, no está presente en cada línea, ¿qué es un libro? ¿Quién es José García? ¿Quién es ese José García que quiere escribir, que necesita escribir, que todas las noches se sienta esperanzado ante un cuaderno en blanco y se levanta jadeante, exhausto, después de haber escrito cuatro o cinco páginas en las que todo eso falta? Hoy descanso. Hoy digo la verdad. No podré escribir jamás. ¿Por qué entonces esta necesidad imperiosa? Si yo lo sé bien: no soy más que un hombre mediano, con limitada capacidad, con una razonable ambición en todos los demás aspectos de la vida. Un hombre común, exactamente eso, un hombre igual a millones y millones de hombres. ¡Ah, quisiera que alguien me contestara! ¿Por qué entonces esta obsesión? ¿Por qué este dolor desajustado? ¿Por qué un libro no puede tener la misma alta medida que la necesidad de escribirlo? ¿Por qué habita esta espléndida urgencia en tan modesto, oscuro sitio? Pensé que era fácil empezar. Abrí un cuaderno, comprado expresamente. Preparé un plan, hice una especie de esquema. Con letra de imprenta y números romanos, muy bien dibujados, puse: Capítulo I. — Mi madre. Pero inmediatamente sentí el temor. No, no puedo comenzar con eso. Parecería que como no tengo nada importante que decir empiezo por los primeros pasos, por el balbuceo. Pensarían que para no caer me aferro a la falda de mi madre, como cuando era niño. Así, para poder escribir algo, tuve que mentirme: escribo para mí, no para los demás, y por lo tanto puedo relatar lo que quiera: mi madre, mi infancia, mi parque, mi escuela. ¿Es que no puedo recordarlos? Los escribo para mí, para sentirlos cerca otra vez, para poseerlos. El niño, como el hombre, no posee más que aquello que inventa. Usa lo que existe, pero no lo posee. El niño todo lo hace al través de su involuntaria inocencia, como el hombre al través de su congénita ignorancia. La única forma de apoderarnos hondamente de los seres y de las cosas y de los ambientes que usamos es volviendo a ellos por el recuerdo, o inventándolos, al darles un nombre. ¿Qué sabía de mi madre cuando tenía yo nueve años? Que existía, solamente. “Mamá está durmiendo..., mamá ha salido..., mamá se va a enojar...” Éramos entonces demasiado reales, demasiado actuales para poder darnos cuenta de lo que éramos y de cómo éramos. Pero claro, yo mentía deliberadamente. No escribo para mí. Se dice eso, pero en el fondo hay una necesidad de ser leído, de llegar lejos; hay un anhelo de frondosidad, de expansión. Entonces pensé que no podía usar situaciones y sentimientos personales que reducirían, que localizarían el interés. Y empezó la lucha por atrapar el concepto, la idea amplia, de entre el montón de paja acumulado en mi cuaderno número uno. Es lo difícil. Del párrafo anterior, por ejemplo, me gusta esto: “ regresar, por el recuerdo, para poseer con mayor conciencia lo que comúnmente sólo usamos ”. Pienso: ¡en torno a esto, en torno a esto hay que poner algo! Pero la frase se me queda así, seca, muerta, sin el calor que tiene cuando la empleo para justificarme.
(...continúa...)
Josefina Vicens, El Libro Vacío, 2006, © Editorial FCE, México
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