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GUADALUPE DUEÑAS

2024-06-20

GUADALUPE DUEÑAS

Cuento Historia de Mariquita (1958)

 

Nunca llegué a saber por qué nos mudábamos de casa con tanta frecuencia.

Siempre que ésto pasaba, nuestra única preocupación consistía en investigar en qué lugar colocarían a Mariquita.

En la pieza de mi madre no podía ser: Siendo ella excesivamente nerviosa, la presencia de la niña la llenaría de angustia. Ponerla en el comedor era del todo inconveniente; en el sótano, mi papá no hubiera permitido y en la sala resultaba imposible, ya que la curiosidad de las visitas nos hubiera enloquecido con sus preguntas. Así que siempre acababan por instalarla en nuestra habitación. Digo "nuestra" porque era de todas. Contando a Mariquita, allí dormíamos siete.

Mi papá era un hombre práctico que había viajado mucho y conocía los camarotes. En ellos se inspiró para idear aquel sistema de literas que economizaba espacio y que nos facilitó dormir a cada quien en su cama.

Como explico, lo importante era descubrir el lugar de Mariquita. En ocasiones quedaba debajo de una cama, otras en un rincón estratégico; pero la mayoría de las veces la localizábamos arriba del ropero.

El detalle en sí, sólo nos interesaba a las dos mayores; las demás eran tan pequeñas que no se preocupaban. A mi en lo personal, pasada la primera sorpresa, me pareció su compañía una cosa muy divertida; pero mi pobre hermana Carmelita vivió bajo el terror de su existencia. Nunca entró sola a la pieza y estoy segura de que fué ésto lo que la sostuvo tan amarilla, pues aunque solamente la vió una vez, me asegura que la perseguía por toda la casa.

Mariquita nació primero; era nuestra hermana mayor. Yo la conocí cuando ya llevaba diez años en ' el agua y me dió mucho trabajo averiguar su historia.

Su pasado es corto, pero muy triste: Llegó una mañana, baja de temperatura y antes de tiempo. Como nadie la esperaba, la cuna estaba fría y hubo que calentarla con botellas ardiendo; trajeron mantas y cuidaron que la pieza estuviera bien cerrada. Llegó la que iba a ser madrina en el bautizo y la vió cual una almendra descolorida, como el tul de sus almohadas. La sintió tan desvalida en aquel cañón de vidrios, que sólo por ternura se la escondió en los brazos. Le pronosticó tendría unos rizos rubios y ojos más azules que los suyos. Solo que la niña era tan sensible y delicada que empezó a morirse.

Dicen que mi padre la bautizó rápidamente y estuvo horas enteras frente a su cunita, sin aceptar su muerte. Nadie pudo convencerlo de que debía enterrarla y llevó su empeño hasta esconderla en aquel pomo de chiles que yo descubrí un día en el ropero y que a su vez estaba protegido por un envase carmesí de forma tan extraña. que el más indiferente se sentía obligado a preguntar de qué se trataba.

Recuerdo que por lo menos una vez al año, mi papá reponía el líquido del pomo con nueva substancia de su química exclusiva que imagino sería aguardiente con sosa cáustica y aunque este trabajo lo efectuaba con toda emoción, quizá pensaría en lo bien que nos veríamos sus otras hijas en seis silenciosos frascos de cristal completamente embalsamadas y fuera de tantos peligros como auguraba nos esperarían en el mundo.

El caso es que mi hermana, no presentaba aspecto impresionante, por el contrario, parecía una diminuta muñequita que con sus largas pestañas maravillosas dormía de pie dentro del frasco. Claro está que todo esto era un secreto que guardábamos en la familia. Fueron muy raras las personas que llegaron a descubrirlo, y ninguna de éstas perduró en nuestra amistad. Al principio se llenaban de estupor, luego se movían llenas de desconfianza, por último desertaban haciendo comentarios poco agradables, discutiendo si estábamos bastante locos y mucho más cuando una de mis tías contó que mi papá tenía guardado en un estuche de seda, el ombligo de una de sus hijas. Y era cierto. Ahora yo lo conservo; es pequeño como un caballito de mar y no lo tiro porque a lo mejor me pertenece.

Pasó el tiempo y crecimos todas. Mis padres ya no estaban entre nosotras; pero nos seguíamos cambiando de casa, y empezó a agravarse el problema de la situación de Mariquita. Tomamos un señorial caserón en ruinas, con grietas que anunciaban su demolición. Para tapar las bocas que hacían gestos en los cuartos, distribuimos pinturas y cuadros en los huecos, sin interesarnos si el lugar era artístico, sino con el único empeño de olvidar el derrumbe. Cuando la rajadura era larga como túnel, la cubríamos con algún gobelino en donde las garzas que nadaban en "punto de cruz" añil hubieran podido excursionar por el hondo agujero. La casa, que como todas las de esa calle, tenían obligación de conservar su fuente, al derredor de la cual un corredor en escuadra repartía las piezas, no escapó a nuestro delirio de grandeza; dímosle una mano de polvo de mármol al desahuciado cemento de la fuente, quedando lamentable, el blanco cascarón sin suerte. En la parte de atrás, donde otros pondrían gallinas, hicimos un jardín a la americana, con su pasto, su pérgola blanca y una variedad de enredaderas y rosales que nos permitió desfogar nuestro complejo residencial. La casa se veía muy alegre; pero así y todo había duendes. Cuando por excepción se escuchaba un minuto de silencio, sonaba una descarga de charolas y cristales, ocasionando el bailoteo de todos los candiles. Corríamos por toda la casa sin descubrir nada. Nos fuimos acostumbrando y cuando esto se repetía no hacíamos el menor caso; pero nuestras sirvientes buscaban la explicación e inventaron que la culpable era la niña que escondíamos en el ropero; que en las noches su fantasma recorría todas las casas de la cuadra. Se empezó a correr la voz y a crearnos el compromiso de tener que dar explicaciones; y como todas

éramos solteras con bastante buena reputación, se nos puso muy difícil. Fueron tantas las habladurías, que ya la única decente resultó ser la niña del bote a la que siquiera no le levantaban calumnias.

Para enterrarla se necesitaba un acta de defunción, pero ningún médico quería darla. Mientras tanto, la niña que llevaba tres años sin cambiar de agua, se había sentado en el fondo del frasco definitivamente aburrida. El líquido amarillento le enturbiaba el paisaje.

Decidimos enterrarla en el jardín. Señalamos su tumba con una aureola de mastuerzos y una pequeña cruz como la de un canario. Ahora hemos vuelto a mudarnos de casa y yo no puedo olvidarme del prado que encarcela su cuerpecito. Me preocupa saber si existe alguien que cuide el verde Limbo donde habita y si en las tardes todavía la arrullan las palomas. Cuando contemplo el familiar estuche que la guardó 20 años, se me nubla el corazón de una nostalgia como la de aquellos que conservan una jaula vacía, y se me agolpan las tristezas que viví frente a su sueño. Reconstruyo mi soledad y descubro que únicamente ella, ligó mi infancia para siempre a su muda compañía, que ya se desvanece en mis recuerdos.

 

FIN

 

Del libro Tiene la noche un árbol, 2021, © Editorial FCE, México

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